Las fiestas tienen una manera particular de encender la luz: a veces suavemente, como velas titilando en una habitación silenciosa, y otras de golpe, exponiendo todo lo que llevamos bajo la superficie. Iluminan la memoria y la ausencia, la tradición y la ruptura, la alegría y los asuntos inconclusos de nuestras vidas. Para mí, esta temporada se ha vuelto menos una celebración y más un ejercicio de conciencia. A eso lo llamo sanación iluminada.

Durante mucho tiempo creí que la sanación era algo que se alcanzaba. Que si trabajabas lo suficiente a través del perdón, la disciplina o la pura fuerza de voluntad, eventualmente llegarías a un lugar donde el pasado ya no te tocara. Lo que he aprendido, a lo largo de años de vivir, perder, amar y contar mi historia, es que la sanación no es un punto de llegada. Es una práctica. Una que requiere honestidad, coraje y la disposición de sentarse con la incomodidad el tiempo suficiente para que te enseñe algo.
En mi libro Christmas Cactus, recorro mi vida a través de momentos que al principio parecían inconexos: una infancia moldeada por la pasión y la expectativa, viajes por Colombia en tren y por carretera, los meses de humildad que pasé paleando establos de caballos en la zona rural de Georgia, la formación de hermandades inesperadas lejos de casa y el desmoronamiento de un matrimonio largo que me obligó a confrontar quién era cuando los roles sobre los que había construido mi identidad comenzaron a disolverse. Cada experiencia traía su propia lección, pero no fue hasta que empecé a mirarlas en conjunto—trazando lo que hoy llamo ADN emocional—que comprendí cuán profundamente conectadas estaban.
Las fiestas tienen una forma única de activar ese ADN emocional. Nos devuelven a dinámicas familiares, rituales e historias que tal vez hayamos superado, pero de las que nunca escapamos del todo. Nos recuerdan quiénes nos criaron, qué heredamos y qué seguimos cargando, a veces de manera inconsciente. La sanación iluminada comienza cuando permitimos que esos patrones salgan a la superficie, no para juzgarlos, sino para comprenderlos.
Como el propio cactus de Navidad—poco convencional, floreciendo con brillo cuando menos se espera—la sanación no sigue un camino lineal ni un calendario ordenado. Surge cuando las condiciones son las adecuadas: cuando bajamos el ritmo, cuando escuchamos, cuando dejamos de intentar arreglarnos y empezamos a decir la verdad. He aprendido que la sanación puede suceder en el silencio, como la quietud compartida de un retiro de mujeres en las Catskills, o en la honestidad radical, como el momento en que me encontré conmigo misma en una sala psiquiátrica y no tuve otra opción que ver mi dolor con claridad. Hoy entiendo que la sanación te pertenece; así como mi cactus, la vida presentará sus espinas, y aun así puedes colgar luces y adornos para convertirla en un hermoso cactus de Navidad.
En esta temporada, reflexiono sobre cuánto he avanzado gracias a estos capítulos difíciles. Honro el coraje que requirió escribir mi historia, la humildad necesaria para reconocer mis errores como madre y como pareja, y la gracia que se necesita para aceptar que no todos sanan al mismo ritmo… o siquiera llegan a sanar. La sanación iluminada me ha enseñado que la conciencia en sí misma es una forma de liberación. No puedes cambiar aquello que no puedes ver.
Al cerrar el año, mi deseo es presencia, no perfección ni resolución. Que nos permitamos estar con lo que es—el duelo y la gratitud, el anhelo y el amor—sin apresurarnos a pasar de largo. Que confiemos en la inteligencia silenciosa que habita en nosotros y que sabe cómo sanar, cómo suavizarse, cómo volver a florecer.
Que esta temporada festiva nos ofrezca a cada uno sanación iluminada: la que no exige respuestas, solo honestidad; la que no borra el pasado, sino que transforma nuestra relación con él. Y que llevemos esa luz hacia adelante, al nuevo año, a nuestras familias y a las historias que somos.
por Lina Clavijo

